FELIPE  IV

En el año de 1660 Felipe IV y su hija la Infanta María Teresa se hospedaron en Celada del Camino en la casa de Don Francisco Martínez de Velasco, de paso hacia Francia, para casar a su hija con el rey francés Luis XIV, otorgándole el título de marqués de Celada. 

 

“AQUÍ SE AN APOSENTADO SINPRE LOS REYES I EL AÑO DE MIL Y SEISCIENTOS I SESENTA SE APOSENTO LA MAGESTAD DE PHELIPE QUARTO EL GRANDE CUANDO PASÓ A YRUN A CASAR A SU HIJA LA SERENISSIMA YNFANTA MARIA TERESSA CON El REY DE FRANCIA LUDOVICO DECIMO QUARTO”

 

A las cinco de la tarde del 24 de abril de 1660, hizo su entrada en Burgos el Rey D. Felipe IV, que venía de Madrid con dirección a la frontera francesa.

Gran expectación despertó esta jornada en la vieja capital castellana, porque a la curiosidad que siempre inspira la llegada de encopetados personajes, uníanse en aquella ocasión la excepcional importancia del viaje y la aparatosa ostentación de que la Corte venía rodeada.

 

El Monarca español iba a la Isla de los Faisanes, donde debía hacer entrega de su hija la Infanta D.ª María Teresa, prometida del Rey de Francia Luis XIV, unión que se había pactado para terminar las guerras entre ambas naciones. Era, pues, el que había de realizarse en la frontera un acto solemne y de alta transcendencia internacional, y se explica que el país entero estuviera pendiente de su resultado.

 

No es fácil que los lectores se imaginen con exactitud lo que eran aquellos viajes de la Corte española, pero para que se formen una idea, les daremos algunos datos. El Monarca y toda la real familia, antes de emprender la marcha confesaron y comulgaron, como lo hacían muy frecuentemente; se dirigieron con inusitada pompa a la iglesia de la Virgen de Atocha para solicitar su ayuda durante el viaje, y luego, Felipe IV otorgó testamento, por ser ordinario estilo de los Monarcas españoles cuando se sirven hacer jornada.

 

Madrid despidió a los viajeros con regocijos, luminarias y fuegos de artificio, y después de celebrarse en Palacio un brillante besamanos, el día 15 de abril se puso en marcha la comitiva, siendo ésta tan numerosa que para conducir al personal cortesano, con los equipajes y demás impedimenta, iban nada menos que diez y ocho literas, setenta coches de Su Majestad y señores de la alta servidumbre palatina, dos mil cien acémilas, sesenta caballos de regalo y para las fiestas, doce caballos de la Persona, quinientas mulas de carga, novecientas mulas de silla y treinta y dos carros largos o galeras. Calcúlese si excitaría la curiosidad en los pueblos del tránsito la llegada de la ostentosa caravana, que en desfile interminable iba cruzando lentamente los campos de Castilla.

 

El día 23 llegó la Corte a Lerma, donde por la tarde fue obsequiada con un despeño de toros, curioso festejo del que otro día daremos noticias, y a la madrugada siguiente reanudó su viaje, llegando a Burgos por la tarde.

 

Hospedóse la familia real en la Casa del Cordón, y aquella noche hubo fuegos artificiales y luminarias que cubrían toda la muralla frente al palacio.

 

En los días sucesivos, visitaron los Reyes las principales iglesias y monasterios de la población, recorriendo La Catedral, Las Huelgas, La Cartuja, los conventos de San Juan, de la Trinidad y el de San Agustín, donde adoraron al Cristo de Burgos, dejando como donativo una lámpara de plata y un valioso cáliz.

 

De la visita que en esta ocasión hizo Felipe IV a La Cartuja, se cuenta la anécdota tan repetida luego, que se dice ocurrida ante la célebre imagen de San Bruno. Es admirable –dijo al Rey uno de los cortesanos que le acompañaban–. No le falta más que hablar. No –repuso D. Felipe–. No habla porque es cartujo.

 

Dos grandes festejos se hallaban preparados en Burgos para obsequiar a Su Majestad; una máscara en que habían de tomar parte los principales caballeros de la ciudad, y una corrida de toros, en la cual se disponían a rejonear personas muy conocidas también en la población, pero durante los primeros días hubo que suspender las fiestas porque el tiempo estaba muy lluvioso.

 

Por fin, D. Felipe dispuso que a pesar del mal tiempo se celebrase la máscara, y para ello hubo que desaguar las calles y plazas, que estaban convertidas en lagunas.

 

Verificóse, pues, el festejo, aunque no en buenas condiciones, y se corrió frente a la Casa del Cordón, yendo delante una elegante carroza o carro de galas, con una música, a la cual seguían los padrinos, que eran D. Juan Francisco de Salamanca y      D. Álvaro Gallo, lujosamente vestidos, montando caballos enjaezados con gran primor. Escoltaban a los padrinos veinticuatro lacayos, y detrás iban siete cuadrillas de caballeros con dos lacayos cada uno.

 

Hiciéronse tres carreras en la Casa del Cordón, otra en la Plaza y otra delante del Palacio Arzobispal, con lo que se dio por terminada la fiesta, que las memorias de aquel tiempo califican de notable y agradó mucho a la Corte.

 

El día 29 se celebró en la plaza la corrida de toros, pero ésta no pudo ser más desgraciada, a juzgar por un papel de la época, aunque sin firma, que se conserva en la Biblioteca Nacional y contiene curiosas noticias sobre aquella fiesta.